De nombre Lino y apellido compuesto: Enea Spilimbergo, sus amigos lo llamaban cariñosamente “Espili”. Alguien dijo alguna vez que tenía ojos de Lino y se sienta en sillas de Eneas, haciendo referencia al color celeste de sus ojos y a su apellido que deriva del héroe de la mitología latina, hijo de Venus y un príncipe troyano. Pero ni dioses ni príncipes aparecen en su historia de vida, fue, eso sí un luchador, un hombre de convicciones, uno de los “grandes” de nuestro arte.
Del naturalismo de sus primeros paisajes, tras su experiencia europea, evolucionó hacia un constructivismo austero y riguroso inspirado en Cézanne y el Cubismo, con la impronta de los maestros italianos, que se manifiesta en el color y el dibujo de líneas puras.
Desarrolló diferentes temáticas: paisajes, naturalezas muertas y, con más intensidad, la figura humana. Sus composiciones se caracterizan por la estructura robusta, la solidez casi escultórica y la severidad en el trazo. La austeridad y el rigor de su lenguaje plástico se pone de manifiesto más aún en las figuras, que mantienen algo de la monumentalidad muralista, y llevan el sello extraordinario y único de un creador. Sus retratos, criaturas quietas y enigmáticas, con la mirada lejana, que nos recuerdan las máscaras griegas, son lo más representativo de su producción. Su esposa francesa Germaine le inspiró los grandes ojos que se han convertido en signo inequívoco de su estilo. Siempre en la búsqueda de plasmar con diversas técnicas su expresión plástica, dibujó, pintó al óleo y al temple, realizó grabados y también pinturas murales.
Se había formado en la Academia Nacional de Bellas Artes, y en 1925 viajó a Europa. En Italia admiró a los maestros del Renacimiento y el arte clásico y en París concurrió a los talleres de André Lhote que lo introdujo en el arte moderno y la famosa Academia Grande Chaumiere.
Acrecentó a partir de la década del ’30 su producción artística, así como también comenzó con su gran tarea docente, que se prolongó durante más de 20 años no solo en Buenos Aires; ya que también fue organizador y Director del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Tucumán. Gracias a él y a artistas de la talla de Lorenzo Domínguez, Víctor Rebuffo y Ramón Gómez Cornet, el Jardín de la República se había convertido en un polo de atracción y aprendizaje para las nuevas generaciones de pintores y escultores argentinos. Todos aquellos que tuvieron la suerte de ser sus alumnos lo recuerdan como un extraordinario maestro, entre ellos Leopoldo Presas y Carlos Alonso. Al jubilarse en su tarea docente, vivió alternadamente en su casa de Unquillo, provincia de Córdoba, hoy convertida en museo y en la ciudad de Buenos Aires, donde tenía su taller en el barrio de Nuñez. Allí recibe en 1946 a un periodista que nos deja esta visión de nuestro querido “Espili”: “Habla poco; sus ademanes son lentos; se encorva como suelen hacerlo los hombres muy altos (en efecto es de buena estatura, fornido, grueso) y eso le da cierto aspecto de oso, acentuado por el frecuente balanceo del torso sobre las piernas delgadas. Viste sencillamente, en su taller del suburbano, como un obrero. Es un obrero; un admirable obrero del pincel.”