Mágica, fantástica y seductora, la pintura de Alicia Carletti, como aquellos cuentos que nos leían en la infancia, tiene la virtud de encantar e inquietar al contemplador. “Alicia en el País de las Maravillas” fue su libro de cabecera y sin duda la magia de Lewis Carroll, surge con nueva y personal expresión en la obra de Alicia Carletti.

De chica no imaginaba que sería pintora, aunque siempre tenía a mano su caja de colores y disfrutaba ilustrando sus libros de cuentos. Su familia amaba la música y Alicia, que tocaba bien la guitarra pensaba ser concertista o bailarina. Fue al terminar la escuela primaria que descubrió su vocación y decidió estudiar Bellas Artes. Para ese entonces, guiada por una vecina, se había familiarizado con óleos y pinceles; pero debió acceder a la voluntad de sus padres e ingresar a un colegio religioso, donde pronto se destacó por cubrir los pizarrones con magníficos dibujos y por volver locas a las monjas”. Gracias a su tozudez, dos años más tarde ingresa a una escuela de artes visuales y luego a la Escuela Nacional Prilidiano Pueyrredón. Al egresar, se presentó en un certamen de pintura de San Isidro y para su sorpresa, pues competía con artistas consagrados, obtuvo el primer premio. Entre los miembros del jurado estaba el querido e inigualable Kenneth Kemble, quien entusiasmado con sus trabajos la estimuló para que comenzara a exponer. Así iniciaba su brillante carrera profesional en la que se sucedieron las muestras y los reconocimientos.

La obra de Alicia Carletti se articula en series en las que va elaborando las ideas plásticas que la obsesionan. Primero fueron las casas anudadas, “prisioneras solitarias y pavorosamente vacías”, como escribió Manuel Mujica Láinez, en la presentación de una de sus exposiciones. Luego fueron los hongos enormes y temibles. En la década del 80 surgieron las niñas vistiendo ropas de mujer, con los labios pintados y los zapatos desbordando sus pequeños pies. Su modelo predilecta es su hija Venecia, nacida de su matrimonio con el pintor Jorge Alvaro. En sus obras de los 90, las niñas comparten protagonismo con el paisaje de flores y juguetes que las rodea. Lirios, rosas y orquídeas proliferan acechantes, mientras ellas navegan en inseguros barcos de papel, rodeadas de muñecos de mirada equívoca. Extraños escenarios, seres y objetos tangibles e irreales al mismo tiempo, imágenes inquietantes que crea con excelente oficio.

Un día frente al espejo descubrió que todo podía ser igual y diferente al mismo tiempo, como en la realidad, pero al revés… Y en esa experiencia de infancia que recuerda vívidamente reside el secreto de sus imágenes. Alicia había descubierto la ambigüedad. Las flores pueden ser bellas y opresivas al mismo tiempo, los juguetes inocentes y amenazantes, solo era cuestión de cambiar las reglas, alterar las proporciones y atreverse a mirar la realidad desde perspectivas inusuales. Como señalara Rafael Squirru: “Pese a la dulzura inocente de los temas hay algo de inquietante en esa belleza…”

Cuidado equilibrio en la composición, admirable el dibujo, precioso el color de gamas claras, que ajusta una y otra vez hasta lograr el clima de la obra. Poética, sugerente, refinada, y por sobre todo buena pintura…